90- FIJARSE METAS. Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich, de la provincia de Burgos.

En mi niñez, los adultos se reunían las tardes y noches de los días festivos del invierno para jugar a las cartas en casa de mi abuelo. Con mi madre, al igual que otros niños con la suya, íbamos todos los hermanos. A mi abuelo nunca le conocí ir a la taberna: él y el cura eran los únicos jugadores masculinos de aquellas partidas de cartas (mi padre iba a la cantina). Las personas mayores practicaban sus juegos de baraja en la sala más lujosa de la casa. En estos pueblos castellanos, esta sala citada se llama estufa o gloria. La gloria es una habitación hueca por debajo y que se calienta con paja de cereal o con leña. Este método permite alcanzar temperaturas sumamente cálidas para contrarrestar los rigores climáticos del tiempo. Se trata de un sistema de calefacción derivado del antiguo hipocausto romano.

Los niños no nos sentíamos a gusto en la gloria junto a los mayores. Allí era frecuente: "Niño eso no se hace...". "Niño, estate quieto...". "Niño, eso no se toca...". Y nos íbamos a jugar a la cuadra (establo) donde los animales daban un calor agradable en contraposición a las gélidas temperaturas del exterior en pleno invierno.

La cuadra, con dos columnas en el centro sosteniendo el techo, era una sala muy amplia. Allí había media docena de vacas, además de un par de terneros, atadas a las argollas de sus pesebres que no se inmutaban por nuestro griterío de niños y continuaban con su cansino rumiar. Sin duda, estos animales también aprovechaban el día festivo para descansar: pues varios de ellos eran utilizados como tracción para las labores agrícolas.

En un extremo de la cuadra había un enorme y robusto arca de madera de roble que utilizaban para guardar en su interior el harina que servía de pienso a los animales. El arca era tan robusto que su tapadera, sin miedo a romperla, aguantaba los continuos bailes de seis u ocho chiquillos. Desde la parte superior del arca hacía abajo, organizábamos competiciones de salto de longitud. Y marcábamos en el suelo el lugar de llegada con un trozo de cal dura que servía como tiza de pizarra.

Yo, como era el más pequeñito de todos y creo que ya tenía ataxia, siempre perdía estas competiciones de salto. Un día mi abuelo, después de finalizar el juego de cartas, cuando daba de comer a los animales y soltaba los terneros a mamar, observaba en silencio nuestras diversiones y apartándome del grupo, me susurró al oído.

- ¡Saltarás hasta donde eches la vista!.

Cuando me tocó el turno de saltar, miré lejos y me lancé al vacío con convicción. Funcionó el secreto de mi abuelo. Salté más que otras veces anteriores. Pero... pero había mirado tan lejos que después de posar mis pies en el suelo, mi cabeza salió disparada hacia el lugar donde había fijado la mirada y me rompí las narices.

Aprendí que echar la vista por delante es bueno para superar las propias limitaciones y conseguir metas superiores a las habituales. Sin embargo, hay que tener cuidado y no irse demasiado lejos con la mirada: Porque si nuestra mirada se va demasiado lejos, podemos rompernos las narices contra el muro de las decepciones

+ Ir a "Relatos autobiográficos".