117- "TEMPUS FUGIT". Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich, de 50 años, de los cuales 17 con necesidad de utilizar silla de ruedas, de la provincia de Burgos).

"Tempus fugit" es una expresión latina, aún hoy en uso, indicando el paso inexorable del tiempo. En realidad, tal aserción es tan evidente que resulta casi una obviedad mencionarla. Aunque el tiempo se mueva a un ritmo de velocidad constante marcada en el reloj y en el calendario en concordancia con los movimientos terrestres de rotación y traslación, sí existe una percepción sobre la mayor o menor largura de determinados momentos en función de nuestro estado de ánimo. Mientras algunos instantes pasan raudos, casi sin enterarnos, otros parecen interminables. Eso lo sabemos bien los enfermos crónico-progresivos... no sólo por la existencia del dolor o molestias, sino también porque nuestras limitaciones nos han hecho abandonar cualquier actividad productiva. ¿Cómo rellenar nuestro tiempo o cómo matarlo, en expresión más popular? Todos nuestros actos puede parecernos rutinarios, inútiles, y sin sentido, llevándonos a la desidia y a la desgana. A veces cuando se mira al frente, el tiempo parece interminable y el reloj un vago redomado que no avanza cual si no tuviera harta cuerda o las pilas estuviesen faltas de carga energética suficiente.

Sin embargo, cuando se mira hacia atrás, sí se puede exclamar con total convencimiento lo de ¡"tempus fugit"!. Tal vez en los atáxicos nuestro rutinario empleo del tiempo y la carencia de ilusiones y esperanzas nos hagan inapreciable la diferencia entre fechas distintas. Pero no, aquí no se da ese caso, con la mirada hacia atrás en comparación con el pronto presente no existe percepción que atenúe lo de "tempus fugit": Así, parece que fue ayer cuando celebrábamos la pasada Navidad y ya estamos a las puertas de una nueva. Cuando este número del boletín salga a la luz, ya se habrá dado el pistoletazo de salida para instalar la ornamentación eléctrica navideña en las calles de las ciudades y para engalanar sus comercios con adornos navideños dispuestos a afrontar un incremento de clientes en los días previos a la Navidad. Aunque una y otra actitudes citadas pudieran ser reprochadas y tildadas de consumismo superfluo, ni son buenas ni son malas: sencillamente son parte de las costumbres navideñas de la actualidad y, por tanto, son nuestra Navidad.

El origen de la Navidad podría ser un largo debate por parte de entendidos. Pero me temo que escasamente esclarecedor, porque cada debatiente arrimaría el ascua a su sardina ideológica. Tampoco para el fin proyectado en este texto importa tanto el origen de la Navidad como la festividad en sí misma de la época y sociedad donde nos ha tocado vivir. No es descabellado reprochar el cariz en exceso consumista que han tomado estas fechas. En la utopía de cada ser humano está, o debiera estar, la lucha por un mundo mejor, pero un atáxico harto tiene con su intento por sobrevivir sin necesidad de que nadie le imponga tareas éticas o morales añadidas. Estaría muy bien tener una Navidad menos consumista en beneficio de un reparto más equitativo de la tarta económica entre todos los seres humanos. ¿Pero puede pedirse lo de apretarse el cinturón a quienes por nuestra enfermedad lo tenemos apretado de por vida?.

Ya, y para la realización de este escrito dirigido a un colectivo de múltiples ideas religiosas o arreligiosas carece de importancia pensar en el origen de la fiesta. Sea estrictamente cristiano, o que la Iglesia cristiana primitiva absorbiera en lugar de reprimir los ritos paganos existentes para celebrar el solsticio de invierno, poco importa. Más probable parece lo segundo que lo primero. La fiesta pagana con más parecido a la Navidad era el saturnal romano, el 19 de diciembre, en honor de Saturno, dios de la agricultura. Al mismo tiempo, en el norte de Europa se celebraba una fiesta de invierno similar a la romana. En cualquier caso, para nosotros no importa tanto los caminos recorridos hasta llegar a este punto, como el lugar dónde ahora estamos con referencia a la Navidad. Al respecto de esto, es incuestionable que en España estamos rodeados por milenio y medio de cultura cristiana en la cual estamos inmersos y, queramos o no, ha dejado sus huellas entre nosotros. Me parece una estupidez ilógica, por parte de no creyentes, rasgarse las vestiduras por el uso en público de un símbolo navideño como el belén. Simplemente un belén ya no es un símbolo religioso, sino un patrimonio cultural. Y, por supuesto, ya, la imagen del belén carece de potencial para emitir propaganda religiosa abierta o encubierta.

Sea por lo que sea y a golpe de lo que fuere, la Navidad actual pude ser a veces un empacho de dulces y comilonas, una o dos semicogorzas, alguna fiesta hasta el amanecer, juguetes sofisticados para los niños, un declive económico antes de enfilar la llamada cuesta de enero, unos kilos en demasía, y poco más. No seamos negativos. También es una época del año sumamente entrañable y llena de costumbrismo y tradiciones con un hincapié especial en el ambiente familiar. El "vuelve a casa, vuelve, por Navidad", no es sólo el soniquete de un anuncio comercial de una marca de turrón. Es la realidad de algo que se nos revuelve en el fondo del baúl de los sentimientos y nos inclina a renovar los contactos familiares. ¿Y qué me dicen de esa costumbre de escribir postales navideñas a familiares y amigos cargadas de buenos deseos? ¿Y de esa otra, tan sólo expresada en los cumpleaños, de desear felicidad con una amplia sonrisa? Claro, que los atáxicos, por la disartria de nuestra voz, mascullamos entre dientes el deseo cual si no nos atreviésemos a expresarlo... o por la dificultad para controlar el tono, nos salga bien un murmullo ahogado, o por contra un sonido estrepitoso... o por problemas en los músculos implicados, nuestra sonrisa forzada se parezca a una mueca bobalicona de payaso de circo. Bueno, hacemos lo qué sabemos y podemos, y nadie puede exigirnos más. Pero el mayor handicap de todos podría ser que tengamos que desear felicidad cuando, por las circunstancias de carencia de salud, ni siquiera creamos en la posibilidad de su existencia.

Las Navidades generalmente son fiestas de alegría. Sin embargo, en cierto porcentaje no pequeño se da el caso contrario. La melancolía se apodera de algunas personas cuando llegan los festejos navideños. En ocasiones se debe a la ausencia de un ser querido, o a otras causas conocidas, o por motivos sin conocer. Resulta evidente que padecer una enfermedad crónico progresiva, como la ataxia, podría ser una causa conocida y justificada para sufrir una melancolía navideña al recordarnos una actualidad llena de limitaciones y un futuro incierto y poco esperanzador. Esto sucede porque los seres humanos buscamos puntos de referencia para ubicarnos nosotros mismos. Resulta que, por contraste, la tristeza justificada se incrementa al observar y compararla con la gran alegría de los otros individuos circundantes. También, aunque en menor medida, puede ser posible hacer la comparación con nuestro propio pasado. Siendo paciente de Ataxia de Friedreich, aunque creo que superada, también he sentido una extrema melancolía navideña. Era como apreciar en la observación de la alegría de los demás que el suyo ya no era mi mundo. Tal vez la clave esté en ser capaz de abstenerse de comparar tanto con los demás como con el propio pretérito. Recordar el pasado es un arma de doble filo. Revivir en nuestra mente los momentos felices puede ser muy grato, pero a la vez revertir en desasosiego si en nuestra mente los ponemos en contraste con las limitaciones actuales y falta de esperanzas futuras.

Y referente a la Navidad, recuerdo, recuerdo sin hacer comparaciones, los gratos momentos vividos en familia con mis padres en plena juventud y yo, como mis hermanas, aún niño... aquel belén que instalamos en un auténtico pesebre de nuestro establo donde, al calor de las vacas, nos refugiábamos de los rigores climáticos del diciembre del norte castellano... recuerdo aquel otro belén de siluetas sobre una cartulina blanca que nos enseñaron a hacer en la escuela, y clavábamos en la pared, encalada de superficie imperfecta de adobe, del portal de nuestra casa... recuerdo aquella noche de reyes en que simulábamos dormir mientras mi madre dejaba en nuestros zapatos los escuetos caramelos... nada de balones de fútbol o de muñequitas Barbie... que nuestra economía no daba para ello... ni siquiera la publicidad azuzaba nuestros deseos de niños de posesión de juguetes... solamente teníamos una radio... como elemento publicitario sólo me queda de esa época, soniquete incluido, lo de: "es el colacao desayuno y merienda ideal... si lo toma el ciclista se hace el amo de la pista, etc, etc"... y mi madre nos compró siempre colacao para que creciéramos fuertes y vigorosos [creo que conmigo el colacao no tuvo éxito :-) ]... y recuerdo cuando iba con mi padre a cortar ramas de pino para tener un árbol navideño al único pinar existente de tan sólo cinco pinos... eran de esa clase en que la ramas crecen hacía arriba y no resultan nada propicios para el fin requerido, pero con mucho trabajo atando cinco o seis ramitas entre sí, quedaba un pseudo árbol de Navidad de más de metro y medio de altura donde colocar nuestros humildes adornos navideños ineléctricos.

Y ya adolescente, recuerdo, recuerdo sin hacer comparaciones, cómo interno en un colegio, íbamos tachando en un calendario los días pasados, y contando a la baja los que restaban para las vacaciones navideñas que siempre comenzaban hacia el 20 o 21 de diciembre... la bajada aquel día al centro de la ciudad a buscar la terminal de autobuses y la contemplación asombrados y absortos de las adornaciones públicas y las de los centros comerciales... la terminal de autobuses estaba repleta hasta tener que abrirnos paso a empujones, porque todos los centros educativos daban vacaciones a la vez y éramos muchos los estudiantes que vivíamos fuera de la capital y habían venido nuestros padres a buscarnos y a realizar alguna compra especial... y los autobuses siempre llenos exigiendo la espera de un segundo... o un tercero... y, aún así, medio viaje de pie por insuficiencia de asientos, como sardinas en lata... y la carretera sin asfaltar y llena de baches poniendo a prueba los amortiguadores del coche y nuestro aguante físico casi ilimitado... y los chopos escoltando la carretera con apariencia desde la ventanilla del automóvil de ser quienes corrían... y por fin, el no va más de la felicidad: la entrada en el pueblo y el contacto familiar, incluidos hermanos, tíos, y abuelos... y el inconfundible sonido lotero con el que los niños de San Idelfonso por la radio te despertaban la primera mañana mágica de vacaciones: "16.324... 25.000 pesetas".

¡Qué cosas! ¡"Tempus fugit"! Yo ya lo sabía, pero ahora me queda un poco más claro.

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