211- "EL COCHE DE SAN FERNANDO". Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich, de la provincia de Burgos.

No es posible resaltar las belleza de paisaje de estas tierras agrícolas de la meseta. El terreno, sumamente llano y de aspecto terroso, da a ver una panorámica bastante monótona. El clima muy riguroso: frío y húmedo del invierno, y seco y caluroso del estío, favorecen muy poco la visión del mutante cuadro. Salvo el intenso verdor primaveral de los campos de cereales, que cambia lentamente el colorido hasta convertirse en doradas espigas, el tinte es completamente árido. No obstante, en la niñez apreciamos la belleza de manera diferente. Tal vez, sea debido a nuestros ilusionados ojos, capaces de centrarse en un determinado punto sin ninguna clase de preocupación que disipe la mirada. Quizás, la cuestión no esté en la forma de mirar, sino en los propios ojos, que, con el paso del tiempo, a modo de cataratas, van formado capas de desilusiones, provocado una visión más opaca, para cuya corrección no sirven lentes.

En mi niñez, las zonas de mi pueblo, del río, el molino, su cauce, y la presa, eran para mí tan bellas e ilusionantes como el paraíso terrenal, con fruto prohibido incluido. La presa distaba de la población casi dos kilómetros, pero, en cuanto llegaba la primavera, subíamos a bañarnos siempre que podíamos. El camino más corto y seguro era pasar entre la casa del molino y la caseta del perro guardián. El molino estaba alejado de la población, y atado a la caseta con una larga cadena, había un enorme mastín que ladraba, furioso, a cualquier desconocido. Bajo ningún concepto, yo me hubiera atrevido, en soledad, a pasar por allí, pero siempre había alguno, más atrevido, haciendo carantoñas al perro mientras pasábamos los demás. A continuación, subíamos al terraplén del cauce, donde había un estrecho sendero pelado por los pies de los caminantes (se hace camino al andar como escribía Machado). Y por aquella senda caminábamos varios centenares de metros con un declive de dos metros a un lado, y el agua del cauce con sus ovas, al otro, y el fondo musical del croar de la ranas, al parecer, alteradas en su sangre por la primavera. Luego, se atravesaba el cauce por un estrecho puentecillo (no más de 30 centímetros). A ambos lados del sendero, ahora, había olmos, y el ruido de fondo pasaba a ser el trino de los pájaros. Al fin, llegábamos a la presa, y ya no se oía el canto de las aves, sino el rugir del agua saltando por encima del dique.

Al hilo de lo dicho, me pregunto si mis ojos, viejos cansados, están heridos por la degeneración y carecen de ilusión. Me pregunto si tal negativismo se debe a un contraste de percepción, o es pura realidad. No se responderme. Me persiguen las dudas. Imagino... y me pierdo imaginando. El molino ya no tiene actividad... el sendero es de suponer que no existe por falta de pisadas, y la maleza habrá cerrado el paso... el cauce no lleva agua, pues una avenida reventó el dique, y nadie se ha molestado en hacer inversiones económicas para reparalo... no puede haber ranas en un lugar seco... los olmos, como todos los del lugar, se habrán secado por causa la grafiosis (enfermedad de los olmos), los pájaros no creo que se acerquen a arboles sin hojas... y, por último, la presa solamente es un lugar en ruinas (con escombros incluidos, testigos silenciosos de muerte), donde ya no se detiene el agua. ¿Son mis ojos el problema, a hay una cruda realidad que no quiere verse?. Posiblemente la belleza de cualquier paisaje está en las personas y sus obras. Y ya aquí no queda personal que pudiera trillar el sendero. Eso sí, vendrán unos pseudoecologistas gilipollas, instalados en el gobierno, y multaran por cortar leña de la vera del río. "¡Verde... que te quiero verde!" (Federico García Lorca). Lo siento, no vale la pornografía.

Para bañarnos en la presa, los niños no pedíamos permiso en casa. Probablemente nos lo hubieran denegado. Nos bañamos el pelotas (completamente desnudos). Sin bañadores, ni tollas. Nos secábamos al aire. Ni siquiera hubiéramos podido bañarnos en calzoncillos, pues había que ponerse de nuevo la ropa seca para volver al pueblo. A decir de los primeros en lanzarse, el agua siempre estaba buena, aunque hiciera un frío de mil demonios. A lanzarse pronto, lo llamaban "pasar el susto". Era verdad, cuanta más pereza, peor. Y, sí, es cierto, el agua siempre estaba buena... estupenda... lo jodido del caso era salir del agua y secarse, tiritando, al cierzo. Curiosamente, la presa se secaba por completo durante el verano, anque no el río: El escaso caudal se filtraba por debajo... y reaparecía en forma de fresquísimo manantial tras varios kilómetros de cauce seco.

Ignoro la historia de molino de mi pueblo. Estas instalaciones hidráulicas durante mucho tiempo habían sido un próspero negocio, pero por entonces ya estaban en vertiginosa caída. El molino, estaba regido por la hija del propietario y su esposo. La lucha de clases debe ser algo espontáneo que florece sin que nadie te lo enseñe. Los otros niños no tragábamos a los hijos de los molineros. Constantemente repetían lo de "mi mamá" y "mi papá". ¡A la puta mierda! ¡Si nosotros, los pobres, solamente teníamos "madre" y "padre"! Enseguida venderían el molino para irse a la ciudad. El nuevo propietario su modernizó, e instaló un molino eléctrico. En alguna ocasión vi en funcionamiento al molino hidráulico y sus enormes piedras redondas. El nuevo propietario solamente lo ponía en marcha cuando faltaba la luz... cosa que aquí podía ocurrir durante dos o tres días seguidos. El costo energético de la moltura con el molino hidráulico era nulo, pero exigía mucho tiempo y trabajo... y eso no cuadraba en los tiempos modernos. Esta clase de molinos hoy ha pasado a ser museos para el recuerdo.

El propietario del molino, de mi niñez, vivía jubilado en una casa nueva en la población natal de mi madre. Es imposible calcular la distancia desde aquí... diría que unos 15 kilómetros, en aquel entonces, por caminos impracticables: encharcados y llenos de barro durante el invierno, y polvorientos durante la estación estival. Caminando se tardaba en llegar al menos tres horas. Mi madre tenía una prima casada aquí, mientras los padres de ambas vivían en la otra población.

El propietario jubilado del molino tenía un criado al que había enviado a traer (o llevar) no sé qué con un carro entoldado tirado por un robusto caballo percherón (no hay ninguna similitud de apariencia con la esbelta figura de los típicos caballos de las películas del oeste). Nuestras madres aprovecharon para enviarnos con este señor, a mi primo, Andrés, y a mí, a pasar dos días con nuestros respectivos abuelos. Por aquello de ir en carro entoldado, yo llevaba zapatos festivos (sin calcetines, que era verano) que probablemente me quedaban ta pequeños.

Aquel señor (criado) tenía un fuerte acento hablando... gallego... o leonés, pero, sobre todo, tenía un extraño comportamiento de mimo hacia el caballo. Para nada hubiera hecho trotar al animal. Iba a un paso cansino que hubiera superado cualquier famélico burro con cuatro veces menos de carne que aquel sobrealimentado caballo percherón. Lo peor del caso es que a mi primo y a mí nos mandaba bajar a empujar el carro en las pendientes de ascenso. Mi primo y yo nos meábamos de risas, y nos bajábamos, sí, pero, en lugar de empujar, nos colgábamos del carro, o nos dejábamos arrastrar por el caballo.

Pasados dos días con nuestros respectivos abuelos, mi primo y yo iniciamos el camino de regreso en "el coche de San Fernando": o sea, un rato a pie, y otro, andando. Aquellos putos zapatos festivos, sin calcetines, comenzaron a hacerme rozaduras por todas partes. A ratos, cuando llegaban tramos arenosos de camino, me quitaba los zapatos y caminaba descalzo. Las más de las veces, por terrenos rugosos, me veía obligado a aguantar el molesto calzado. Y de vez en cuando, me sentaba, inútilmente, a contemplar cuánto habían crecido la rozaduras desde la última vez vistas, y a maldecir a los zapatos.

A la llegada a casa, había una señora de San Sebastián, familiar lejana de mi abuela paterna. Al veme en ese estado, se empeñó en lavarme las rozadoras con agua oxigenada y ponerme tiritas en los pies. Yo no sabía lo que era una "tirita"... es más, aquello me sonaba ridículo...agua "oxigenada", "lavarme" los pies, y "tirita"... del verbo tiritar. ¡Cómo que iban a lavarme a mí los pies con agua oxigenada, y ponerme tiritas! ¡Si yo lo único que quería era tirar aquellos cabrones de zapatos, y ponerme mis cómodas zapatillas!. Al final, la señora se salió con la suya. Sacó su botiquín de viaje, me lavó las rozaduras con algodones empapados con agua oxigenada, y me las cubrió con tiritas.

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