915- EL CHIFLITO. Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.

El título de este texto puede parecer bastante raro. Por ello, aclararé que se trata de una modalidad regional típica para nombrar a un chiflato. Y como esta última palabra sí está recogida en el diccionario, pero es poco utilizada, para los lectores la identificaré mejor si digo que chiflato es sinónimo de silbato.

Cuando iba a la escuela de mi pueblo, hacíamos chiflitos de diversas formas, casi siempre a partir de elementos completamente naturales. Así, hacíamos unos con ramas verdes de chopo: El procedimiento consistía en despegar la corteza sin romperla y volver a colocarla en su sitio después de hacer algunas ranuras en la parte leñosa. Otros chiflitos eran mucho más sonoros que los anteriores, y los hacíamos a partir de la corteza del tronco de los sauces. Estos silbatos se metían completamente en la boca para colocarlos sobre la lengua. Por ello, después de algún tiempo de uso, terminaban siendo una masa húmeda, pastosa y repugnante donde quedaba adherido todo cuanto entraba en contacto con el silbato mientras estaba guardado en el bolso después de su utilización.

Cuando tenía 9 o10 años, encontramos un material ideal para substituir a la corteza de sauce y, así, solventar aquellas asquerosas deficiencias. Comenzamos a hacer los chiflitos a partir de aquellas antiguas baldosas con capa de esmalte blanco similares a los actuales baldosines pero más gruesas. No era fácil trabajar aquel material, y podíamos pasar un día entero trabajando sin conseguir nada. Primero había de cortarse el trozo adecuado. Una piedra grande hacia de yunque y otra más pequeña de martillo. Con tan rudimentarias herramientas después de 10 intentos y una baldosa hecha añicos, podía haberse conseguido un trozo ideal para comenzar la realización. El siguiente paso era moderar más la forma y pulirlo. Esto se hacía por rozamiento frotándolo contra una piedra. Más tarde, a fuerza de arañazos con la punta de la navaja se hacía una ranura que sirviera de cámara. Finalmente, era necesario hacer un agujero que atravesase la cámara. Esta operación era muy delicada: la baldosa se iba desgastando con el roce de una punta metálica, pero la capa de esmalte había de superarse con un golpe, y no pocas veces la historia acababa con el lanzamiento de un taco... porque se rompía la labor de muchas horas. Y auque la operación se realizara con éxito, no significaba que se hubiese conseguido un sonido de silbato satisfactorio. Todo se había hecho a ojo de buen cubero: la cámara podía ser demasiado grande, o el agujero demasiado amplio... o estar demasiado atrás o demasiado adelante.

Tras mucho intentos, conseguí un chiflito terrorífico, de esos que puede dejar sordo a cualquiera a un metro de distancia. Me pasaba grander ratos con el chiflito en la boca lanzando agudos silbidos. Mi canción preferida era la de la oscarizada película "Puente sobre el río Kwait": pi-pi, pi pi pi pi pii, pi-pi... etc, etc.

Un día estaba en clase cuchicheando con el compañero de pupitre mientras tenía en las manos todo el mogollón de cosas que siempre llevábamos los niños de pueblo en los bolsos: un moquero, una navaja, una cuerda, el silbato, una caja de cerillas, y un fajo de cartones que era como nuestro dinero para juegos y transaciones

- A ver, ¿qué tienes ahí? -preguntó el maestro.

Cabizbajo, fui hacia su mesa con mis cosas en las manos.

- ¡Hombre el silbato!. ¡Con las ganas que tenía yo de pillarte este silbato! -dijo el maestro-. Lo demás puedes llevártelo, el silbato me lo quedo yo.

Así es como perdí el chiflito. Luego abandoné la escuela para ingresar en un colegio. En mis últimos años en la escuela, gran parte de las familias de la población habían buscado acomodo de trabajo en las ciudades, y la sangría migratoria continuaba a ritmos superaltos. En mis inicios escolares, había dos escuelas y dos maestros: niños y niños separados, como era la costumbre de la época . Habíamos sido 70 alumnos, pero el bajón fue espectacular. El Ministerio de Educación decidió cerrar las escuelas en numerosas poblaciones rurales concentrando los alumnos en grandes colegios comarcales. La escuelas pasaron a ser como un monumento funerario para recordar lo que había sido un pueblo y ya no era.

Yo tenía 21 años. Estaba enfermo de Ataxia de Friedreich, pero nadie había acertado con el diagnóstico. Tuve una verdadera debacle psicológica al ver que me pasaba algo sin que se me hiciese caso. Un diagnostico de crisis nerviosa hacía tres años había acabado con mi carrera de estudiante y había forzado mi regreso a las tareas agrícolas de mi familia. Lo había superado, pero evidentemente los síntomas estaban ahí. El Ayuntamiento trató en una reunión la idea de renovar las tuberías desde los manantiales e instalar agua corriente en las casas. El proyecto era caro para nuestros modestos presupuestos y, para abaratar costos, se decidió que todos los vecinos trabajasen en las obras. Las antiguas escuelas se convirtieron en almacén de materiales para la obra.

Aunque nadie me había diagnosticado ataxia, yo tenía síntomas evidentísimos de ella y estaba muy inseguro porque ni yo mismo sabía lo que me pasaba... y, si los médicos no lo sabían, tampoco podía exigirles a los demás que lo supieran. Yo era para todos el clásico patoso que todo lo hacía mal. Mi susceptibilidad me hacía creer que todos los ojos estaban pendientes de analizar y censurar mis deficiencias físicas. Recuerdo que en una ocasión al atravesar una zanja por un tablón llevando una carretilla de cemento, por el desequilibrio típico de la ataxia, la carretilla cayó a la zanja y yo cai detrás metiendo mi cabeza en el cemento derramado. Todos se "mearon" de risas. Por estas cosas, (sin contar las lágrimas en soledad) yo estaba siempre muy nervioso, incluso actuaba con miedo pensado y repensando cómo había de hacer las cosas, como si por meditadas pudieran salirme mejor. El trabajo era ligero y divertido. Éramos muchos, y cada uno trabajaba según sus posibilidades, pues, incluso, había hombres cercanos a los 80 años. Se contaban historias y chascarrillos, y muchos días acabábamos la jornada con una merienda en alguna bodega. Sin embargo... yo tenía mi pero, prefería el trabajo en mi explotación agraria donde siempre estaba solo y a mi aire. Por entonces, mis manos estaban muy inseguras, quizás aún más que ahora. Actualmente funcionan con mucha más lentitud, pero la inseguridad no se ha incrementado. Probablemente se tratara de puro nerviosismo incrementado por la naturaleza de la enfermedad.

Estando realizando la obra citada, un día fuimos a buscar materiales a las escuelas. Allí estaban los mismos pupitres con sus tinteros de porcelana blanca de mi infancia... los mismos armarios con trabajos manuales de los antiguos alumnos... los mismos cuadros colgaban de la pared... los encerados... el sillón y la mesa del maestro... ¡Cuántos recuerdos!. Pero la auténtica sorpresa fue que, a pesar de haber pasado más de 10 años, aún estaba mi chiflito en el cajón de la mesa del maestro.

Por mis manos de atáxico y más con el nerviosismo de la emoción, el chiflito resbaló de mis manos y se hizo pedazos al golpearse contra las baldosas del suelo. Sólo lo vi entero por un minuto. ¡Fue una auténtica lástima!. Hubiera sido un hermoso objeto de recuerdo... de los que se guarda toda una vida... y más aún cuando sé que aquel excelente maestro residía a 40 metros de mi casa y murió muy joven tres años después. A pesar de tener que desplazarse a su trabajo en el Colegio comarcal, nunca nos abandonó como vecino... y fue el máximo impulsor de la acometida del agua corriente y de la armonía que reinó en el pueblo para aquel proyecto.

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